martes, 7 de mayo de 2013

Defensa de la literatura que nace de la filología

Nunca sabremos cuántas horas de feliz ocio pasó Marcel Schwob en los Archivos Nacionales, junto a legajos que le transportaban al París medieval, o al mundo en el que Villon modeló su novedosa forma de escribir poesía. Quiero que mi último recuerdo parisino de Schwob sea aquí, en el recogimiento ensoñador del estudio. (París. Archivos Nacionales. Fotografía de Francisco García Jurado. FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE

“No: no es la especialidad
lo que de su filología me interesa
sino la vida que hay entre los márgenes
de un libro hecho de tiempo
cuya lengua podemos, sin hablarla, leer”
(Jaime Siles, “De vita philologica”)

Cuando Schwob emprende el viaje a Samoa su vida ya está cerca del fin, y la empresa parece motivada por la desesperada necesidad de plasmar con imágenes reales lo ya soñado. Marcel quiere conocer el paraíso contado por aquel que alimentó su imaginación, y emprende una dura y estéril travesía, tan parecida a la cruzada de los niños a Tierra Santa. A menudo, muy a menudo, la realidad no está a la altura de los sueños y entonces la literatura o nuestros mismos sueños aparecen para corregirla, incluso para anularla. En ese momento, hasta es posible que nazca una literatura ajena a lo que entendemos como vida real y entremos en la sustancia sutil de dos dimensiones que a menudo se entrelazan: la erudición y la imaginación. Schwob y Moreau recrearon esa sutil mezcla de erudición y fantasía en sus respectivas obras, y los autores de la Antigüedad tuvieron mucho que ver en ello. Ambos recrean las personas de los viejos poetas hasta dar con nuevas imágenes no ajenas a sus legendarias leyendas: una Safo ensimismada y soñadora que casi no muere, un Tirteo dúplice, viejo y joven a un tiempo, pero siempre cantor ideal de batallas, o un Hesíodo amante de las musas que, recostado, se confunde con el mito de Endimión, el soñador eterno. No menos sugerente es Lucrecio enloquecido por un filtro de amor, o Petronio convertido en protagonista de sus propias ficciones al tiempo que escapa a la muerte. Las propias lecturas de ambos artistas son, asimismo, ricas e intensas: Plutarco y Ovidio enriquecen los imaginarios de Moreau, mientras que en Schwob tales lecturas han de recibir su justo término: la biblioteca. La Antigüedad se reinventa en ambos gracias a imágenes poderosas, como la de Ulises, bien ante las sirenas, o entre los insaciables pretendientes, y esto es sólo comparable con la inquietante belleza de los nuevos mimos que Schwob escribe al dictado misterioso del poeta Herodas. Asimismo, es más que una paradoja el hecho de que ambos estén creando nuevas formas de expresión al tiempo que miran al pasado para volverlo a inventar. Que Aristóteles y Platón se den la mano con Kant y Saussure en los ensayos de Schwob supone una revelación absoluta para cualquier lector despierto. En definitiva, se están reencontrando constantemente los géneros, antiguos y modernos, como la épica de Homero con la fabulación portentosa de la pintura simbolista, o los datos eruditos de Aulo Gelio con el relato fantástico concebido a la manera gótica de Poe. Estamos, como dije al principio de este libro, ante el nuevo reto de contar, narrar una vez más, la historia del arte y la literatura desde estos caminos imprevistos.
Escribir un libro sobre Schwob fue algo que me obligó, en definitiva, a vivir otras vidas, a pasar muchas horas junto a libros y buscarlos, a viajar con la fortuna de quien ve más allá y traza rutas emotivas, en pos de la vida de otros que ya son también mi propia vida. Por ello, cada vez entiendo menos a quienes pretenden trazar una frontera insalvable entre la literatura que nace de la vida real y aquella que tiene su referente en los libros. La relación entre la literatura y la vida es, afortunadamente, más compleja que una mera dualidad, que un simple esquema. Es más, Schwob no sólo era un autor que basaba su creación en otras lecturas, era, además, un amante de la filología, cuyo cultivo, al margen de la gris burocracia académica, supone, ante todo, el placer de lo exquisito, del instante irrepetible. Que el poeta Herodas reciba el nombre de “Herondas”, o que aquellos que están locos por la libertad se llamen “Eleuterómanos” es, ciertamente, fruto de un placer íntimo, a menudo intransmitible a los demás, una rara forma de felicidad o de melancolía, según se mire. González Iglesias plasmó muy bien esa sensación al decir en su poema “Difícilmente” que “Entre los datos de la erudición / brota cierta tristeza / difícilmente compartible...”[1]. Esta sensación, a menudo tenue, se compensa también con tenues alegrías (“solaces”, diría Menéndez Pelayo), como la de buscar con esfuerzo un libro de Schwob por las librerías inacabables de la rue des Écoles y, luego de salir a la calle, encontrarse la broncínea sonrisa de Michel de Montaigne. Espero que algo de esa emoción difícilmente compartible haya llegado a ti, querido lector, a través de mis palabras. FRANCISCO GARCÍA JURADO

[1] Juan Antonio González-Iglesias, Eros es más, Madrid, Visor, 2007, pág. 45.

lunes, 6 de mayo de 2013

Borges y San Agustín, o la inutilidad de la etimología

¿Puede haber cosas completamente inútiles y, a la vez, maravillosas? Hace ya tiempo, dentro de un estudio encaminado a analizar las complejas relaciones entre etimología y literatura desde la Antigüedad al presente, observamos cómo en Agustín y Borges, aun mediando entre ellos varios siglos, se daba una singular coincidencia en el escéptico juicio que tenían acerca de la etimología. De esta forma, salvando las distancias científicas e históricas, ambos coinciden en calificar a la etimología de disciplina curiosa o interesante, aunque poco necesaria o útil. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
El juicio, como es fácil comprobar, se compone de dos asertos en cierto sentido contradictorios, pues hay una valoración positiva, por un lado, que reconoce la curiosidad o el interés de la etimología, pero, por otro lado, se declara explícitamente su inutilidad a la hora de ayudarnos a entender el concepto que expresa la palabra en cuestión. La coincidencia resulta significativa, y más aún porque no creemos que Borges haya leído el texto concreto de Agustín donde aparece expresado este juicio. Es cierto que Borges cita a menudo a Agustín, pero es siempre a propósito de la refutación de la idea estoica del tiempo cíclico en La Ciudad de Dios: "(...) la idea del tiempo cíclico, que fue refutada por San Agustín en La ciudad de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos." ("El libro", Borges oral [1979] en OC 4: 165-166). Volviendo al juicio sobre la etimología, el texto de Agustín, que es también una crítica al pensamiento estoico, se encuentra en su obra de juventud titulada De dialectica, escrita en el año 387:

"Nos preguntamos acerca del origen de una palabra cuando nos planteamos de dónde proviene que se diga de tal manera: asunto bastante curioso, en mi opinión, pero menos necesario. No me gustó decir esto que a Cicerón parece merecerle la misma opinión; aunque, ¿quién necesita de una autoridad en un asunto tan evidente? Pero si fuera de mucha utilidad explicar el origen de una palabra, no sería apropiado adentrarse en lo que ciertamente es imposible de alcanzar. ¿Quién hay que pueda justificar por qué se tiene que decir de tal manera lo que nombramos? Ocurre que, al igual que en la interpretación de los sueños, así se declara el origen de una palabra de acuerdo con el ingenio de cada cual."

A continuación, se desarrollan cuatro posibles etimologías para la palabra verbum y se termina concluyendo que con tal de saber lo que significa una palabra no nos importa tanto conocer su origen. En lo que respecta a Borges, si bien las referencias al significado y la etimología de las palabras aparecen en muchos pasajes de su obra, vamos a destacar de momento la prosa que cierra el volumen misceláneo titulado Otras inquisiciones, publicado en 1952, y que lleva el título "Sobre los clásicos":

"Escasas disciplinas habrá de mayor interés que la etimología; ello se debe a las imprevisibles transformacio­nes del sentido primitivo de las palabras, a lo largo del tiempo. Dadas tales transformaciones del sentido primitivo de las palabras, que pueden lindar con lo paradójico, de nada o de muy poco nos servirá para la aclaración de un concepto el origen de una palabra." ("Sobre los clásicos", en Otras inquisiciones [1952], OC 2: 150)

El texto continúa con una serie de ejemplos:

"Saber que cálculo, en latín, quiere decir piedrita y que los pitagóricos las usaron antes de la invención de los números, no nos permite dominar los arcanos del álgebra; saber que hipócrita era actor, y persona, máscara, no es un instrumento valioso para el estudio de la ética. Parejamente, para fijar lo que hoy entendemos por clásico, es inútil que este adjetivo descienda del latín classis, flota, que luego tomaría el sentido de orden." (OC 2: 150)

Aun a riesgo de simplificar la cuestión, tanto en Agustín como en Borges puede encontrarse la articulación de un pensamiento etimológico que puede justificar por qué la etimología no es una disciplina necesaria, si bien es interesante:

a. En primer lugar, porque hay una llamativa distancia entre el origen y el significado actual de las palabras. Es lo que lo que ocurre, por ejemplo, con piscina, cuyo significado real poco tiene que ver con la palabra "pez", como comenta el propio San Agustín:

"Cuando se habla de «piscina» en lo referente a los baños, donde no hay rastro de peces, ni tiene nada que nos recuerde a los peces, parece, no obstante, que toma su origen de los peces a causa del agua, que es donde éstos viven. Así pues, la palabra no se transfiere a causa del parecido, sino que se toma debido a cierta contigüidad (...). Esto, sin embargo, demuestra perfectamente -lo que podemos dilucidar ya con tan sólo un ejemplo- la distancia que hay entre el origen y la palabra, la que se toma por contigüidad de aquella que se pone por similitud. "

Esta última razón es bastante coincidente con la que esgrime, por su parte, Borges, ya dentro de un contexto moderno de etimología histórica, cuando nos habla de la paradójica transformación del sentido primitivo de las palabras, que es lo que ocurre cuando explicamos el término "clásico" a partir de la palabra latina classis "flota", cerrando una pequeña lista de etimologías paradójicas ("cálculo" significaba "piedrita", "hipócrita" era "actor" y "persona" originariamente era "máscara"). Como veremos más adelante (2.), la conciencia de que el significado actual de una palabra sea tan diferente del significado originario lleva a cada uno de nuestros autores a soñar con una forma de lengua perfecta: lo dicibile en Agustín, o una lengua de imágenes de carácter extraverbal, y las lenguas cabalísticas o filosóficas en Borges.

b. En segundo lugar, a pesar de sus paradojas, la etimología es una forma de ver el lenguaje gracias a la interpretación que hacemos de unas palabras a través de otras. Para Borges, esta visión supondrá una "pura contemplación de un lenguaje del alba", al margen de las paradojas que suscite. Sin embargo, Agustín pondrá el énfasis en la variedad de interpretaciones posibles que puede tener una etimología, circunstancia que acerca la actividad etimológica a la hermenéutica de los sueños, como tendremos ocasión de comprobar con la irónica ilustración de las posibles etimologías de la palabra verbum (3). Asimismo, veremos cómo esta combinación de etimología e interpretación de los sueños nos depara todo un inesperable hallazgo en la ficción borgesiana.

En definitiva, bajo esta compleja interpretación subyace el hecho de que la materia que estudia la etimología, el lenguaje verbal humano, es engañosa, lo que se adscribe claramente a una determinada corriente escéptica de pensamiento lingüístico que tiene su origen en el Crátilo de Platón y llega hasta alguno de los más penetrantes filósofos del lenguaje del siglo XX, como el vienés Ludwig Wittgenstein. El lenguaje, en definitiva, es engañoso como vehículo de conocimiento, pero es fascinante por la posibilidad de juego que nos ofrece, en especial la etimología.
FRANCISCO GARCÍA JURADO