sábado, 16 de junio de 2012

La erudición y el juego: Aulo Gelio, homo ludens

Hace un tiempo publiqué un breve ensayo, “Aulo Gelio, Homo ludens: la erudición como juego” (A. Cascón García et alii, Donum Amicitiae. Homenaje al Profesor Vicente Picón García, Madrid, Ediciones Universidad Autónoma, 2008, 267-279) donde intenté trazar las claves comunes que había entre la erudición y el juego en las Noches áticas de Aulo Gelio. Quizá haya alguien a quien ambos conceptos, "erudición" y "juego", les parezcan antagónicos, pero a menudo el juego se cuela por los entresijos del conocimiento, de igual manera que el balón de fútbol se ha colado en la fachada de la iglesia parisina que muestro en la ilustración. Voy a ofrecer algunas líneas entresacadas de este ensayo para que, al menos, os hagáis una idea de su contenido. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
No nos sería difícil, desde la lectura de Gelio, observar más de una característica propia de un moderno autor de ensayos e incluso, yendo al centro del problema, buscar bajo la retórica propia del siglo II, de la que tanto uso hace, aspectos que sugieren una voz propia. En todo caso, la obra de Gelio es, materialmente, un conjunto heterogéneo de escritos acerca de asuntos diversos, tales como cuestiones literarias y etimológicas, anécdotas varias y reflexiones filosóficas, que responde a una tendencia a relajar las formas literarias. Los datos que reúne Gelio no son fruto de una simple compilación -caracterizar a Gelio como “mero” compilador parece un tópico, fruto, quizá, de no haber leído realmente su obra-. Muy al contrario, Gelio es crítico con sus datos y trata de buscar a menudo la verdad que puede surgir a la hora de contrastarlos. No obstante, hay un aspecto emotivo en toda esta labor erudita que no hemos ponderado suficientemente, pues la actividad de Gelio es, en su sentido profundo, “lúdica” (o “lúdicra”, en su forma más puramente latina, como todavía consta en el DRAE). En este sentido, cabe plantearse al menos dos cuestiones: (a) si es posible hablar de las N.A. en términos de ludus y, si esto es así, (b) cuáles son las claves complejas de este juego erudito.

Trataremos de dar breve cuenta de cada una de ellas:

(a) Con respecto a la primera cuestión, nos llamó mucho la atención el uso que del verbo ludo y el sustantivo ludus se hace en la Praefatio: el infitivo ludere aparece coordinado con facere (1) y el sustantivo ludus aparece junto a otium (2). Leamos cada uno de los casos dentro de su contexto :

(1) Sed quoniam longinquis per hiemem noctibus in agro, sicuti dixi, terrae Atticae commentationes hasce ludere ac facere exorsi sumus, idcirco eas inscripsimus noctium esse Atticarum nihil imitati festivitates inscriptionum, quas plerique alii utriusque linguae scriptores in id genus libris fecerunt. Nam quia variam et miscellam et quasi confusaneam doctrinam conquisiverant, eo titulos quoque ad eam sententiam exquisitissimos indiderunt. (Gel., praef. 4-5)

Esta es la traducción del texto latino:
"Y, dado que comenzamos a disfrutar y reunir estos comentarios durante las largas noches invernales en la campiña ática, como ya dije antes, por ello les pusimos simplemente el título de Noches áticas, evitando imitar las agudezas de los títulos que muchos escritores de una y otra lengua han puesto a este género de obras, pues, aquellos que han recurrido a una doctrina variada, miscelánea y, por así decirlo, “confusánea”, han puesto también por ello títulos rebuscadísimos, acordes con este parecer."

El hecho de que la elaboración de la obra (facere) suponga una ocasión de disfrute (ludere) facilita la interpretación de las N.A. en clave de “juego erudito”. Marache (1967: 2, nota 2) explica este uso del verbo ludo por el propio carácter gratuito y desinteresado de esta erudición. Observamos, no obstante, que el carácter de este ludus no termina sólo en la elaboración de la obra, como vemos en (2), donde se nos dice que su lectura producirá una delectatio in otio atque in ludo liberalior, literalmente, un “deleite más decoroso tanto en el ocio como en el juego”, que nosotros interpretamos y perfilamos como “el ocioso juego de la erudición” :

(2) Quae porro nova sibi ignotaque offenderint, aequum esse puto, ut sine vano obtrectatu considerent, an minutae istae admonitiones et pauxillulae nequaquam tamen sint vel ad alendum studium vescae vel ad oblectandum fovendumque animum frigidae, sed eius seminis generisque sint, ex quo facile adolescant aut ingenia hominum vegetiora aut memoria adminiculatior aut oratio sollertior aut sermo incorruptior aut delectatio in otio atque in ludo liberalior. (Gel., praef. 16)

Vuelvo a ofrecer una traducción:

"Y los que además se encuentren con cosas novedosas y desconocidas para ellos, creo justo que las consideren sin gratuita objeción, si acaso estos pequeños y contados consejos son escasos para alimentar el estudio o fríos para deleitar y fortalecer el espírtu, o si son, por el contrario, de esta misma semilla y condición de la que llegan a crecer fácilmente los ingenios con más robustez, con más apoyo la memoria, el discurso con más habilidad, el estilo con más pureza o con más liberalidad el deleite en el ocioso juego de la erudición."

Si un adjetivo como liberalis, aplicado a delectatio, nos lleva directamente a la esfera de las artes liberales (no olvidemos que se trata, en principio, de aquellas cultivadas por los ciudadanos libres), como la gramática, la retórica y la dialéctica, las palabras otium y ludus nos conducen, bajo su aparente simplicidad, al complejo concepto de lo que hemos venido en traducir como “el ocioso juego de la erudición”. No se trata de un simple pasatiempo. El otium, parece evidente, es el tiempo libre, muy bien definido conceptualmente por su oposición a negotium, que es, justamente, el trabajo obligado o las ocupaciones propias de la vida corriente, todo aquello que no es otium, en definitiva. Sin embargo, el concepto de ludus, nombre que no en vano se aplicaba a cosas tan diversas como una escuela o un certamen de gladiadores, supone una realidad antropológica más difícil de acotar, si bien sujeta a una serie de reglas, de las que vamos a hablar a continuación.

(b) Con respecto a las características que presenta el juego, vamos a indagar, sobre una serie de criterios, en la naturaleza lúdica de la erudición geliana. Para ello, resulta de inestimable ayuda la aportación teórica que el filólogo holandés Johan Huizinga nos dejó en su libro Homo ludens (1998: 31-72), pues las características que propuso para definir el juego son perfectamente aplicables a la concepción que Gelio tiene de su labor erudita. La propuesta esencial del filólogo holandés es que la propia civilización supone una forma de juego que presenta una serie de características regulares que lo definen, a saber:

i. El juego es una ACTIVIDAD LIBRE, no impuesta.
ii. El juego NO ES LA VIDA CORRIENTE.
iii. El juego tiene CARÁCTER DESINTERESADO, es un adorno de la vida y supone un paréntesis.
iv. El juego «ESTÁ ENCERRADO EN SÍ MISMO», tanto en el tiempo como en el espacio.
v. El juego tiene «UN ORDEN PROPIO», sometido a REGLAS.
vi. El juego es TENSIÓN, pues tiene un componente de incertidumbre y azar.

Hasta aquí puedo leer, como diría aquel entrañable presentador de un concurso de televisión. Si alguien quiere que continúe hablando sobre ello, es decir, sobre las características que la erudición presenta como juego, no tiene más que decir. FRANCISCO GARCÍA JURADO

jueves, 14 de junio de 2012

La primera historia de la lengua latina publicada en España


La pátina del tiempo convierte a menudo en invisibles aquellas ilusiones y empeños que hicieron posible la consecución de algunos propósitos. Es posible que alguien de nosotros haya visto en alguna librería de viejo el libro que hoy ilustra nuestra entrada, la Historia de la lengua latina de Friedrich Stolz, publicada en 1922, y que probablemente lo haya dejado por parecerle insignificante. Sin embargo, se trata, nada menos, que de la primera vez que se publicó en España un libro dedicado a la “Historia de la lengua latina” desde los modernos criterios de la lingüística histórica. El libro, asimismo, esconde otros secretos que no he logrado descifrar, como el ocultamiento de su verdadero traductor, que no es Américo Castro. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Fue durante la elaboración de mi artículo titulado “El nacimiento de la Filología Clásica en España. La facultad de Filosofía y Letras de Madrid (1932-1936)” (Estudios Clásicos 134, 2008, 77-104) cuando comprendí por primera vez la importancia que tenía este librito. Entre otras cosas, en él se establecía un puente real entre los incipientes estudios de Filología clásica en España y nada menos que el Centro de Estudios Históricos. Consta en la portada que Américo Castor es el traductor del volumen, pero tuve la suerte de que Jaime Siles me sacara de este error o, más bien, espejismo. Siles sabía directamente por Antonio Fontán que el traductor había sido José Vallejo, uno de los grandes latinistas del siglo XX y maestro del propio Fontán. El análisis interno de la obra, en especial de las notas del traductor, confirma que, en efecto, su traductor no ha podido ser más que un latinista consumado y un buen conocedor de la lingüística histórica. ¿Por qué llegó a figurar como traductor Américo Castro? ¿Es posible que hubiera alguna razón comercial de por medio? ¿Otras razones más oscuras? Conozco, por cierto, otra historia no muy grata habida entre Américo Castro y otro latinista, Eustaquio Echauri. En todo caso, no tengo respuesta, como veis, pero sí buenas preguntas. Termino la entrada de hoy con un suculento postre: la semblanza que el propio Antonio Fontán hizo de José Vallejo. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO

José Vallejo , 25 años después


Antonio Fontan 1 MAR 1984


Archivado en: http://elpais.com/diario/1984/03/01/sociedad/446943602_850215.html

“Se ha cumplido recientemente un cuarto de siglo de la desaparición de José Vallejo (1896-1959), maestro de latín y otros saberes, quien fue catedrático de Filología Latina en Sevilla y Madrid durante cuatro lustros, y a quien el autor de este artículo, que fue uno de sus discípulos y hoy es uno de los herederos de su legado científico, recuerda y rinde homenaje en las diversas etapas de su vida.

Acaba de cumplirse un cuarto de siglo de la muerte repentina del profesor José Vallejo, catedrático de Filología Latina durante 20 años en la universidad de Madrid y antes en la de Sevilla. Había sido el maestro indiscutible de dos generaciones profesionales de la docencia y la investigación de las humanidades clásicas y de la lingüística latina.Vallejo era un sevillano que a los 24 años había obtenido una cátedra de instituto de Latín en la más brillante promoción de aquella década. Su talento y su laboriosidad llamaron pronto la atención de Menéndez Pidal, que le vinculó al Centro de Estudios Históricos y a la prestigiosa Revista de Filología Española (la famosa RFE), que había fundado y dirigía personalmente don Ramón. Incorporado como profesor de Latín al Instituto Escuela, pudo ya a edad temprana alternar la enseñanza y el estudio como haría hasta el final de su vida cuando repartía el tiempo entre la facultad y el Instituto Nebrija de Filología Clásica. Varios de sus alumnos del Instituto Escuela cultivaron después las disciplinas humanísticas, empezando a realizarse la singular vocación de magisterio que tenía Vallejo, junto con un modo absolutamente peculiar de ejercerla. Yo creo que él nunca llamó a nadie para que trabajara con él o siguiera las líneas de investigación en las que él estaba empeñado. Pero tampoco rehuyó nunca hablar con cualquier joven estudioso refiriéndole con naturalidad lo que sabía de la materia que interesaba a su interlocutor y declarando paladinamente, sin falsas modestias, sino con inmenso realismo, lo que él mismo ignoraba o no había sido estudiado todavía.

Vallejo, que no había tenido propiamente maestros de latín, no ocultó nunca su admiración por la obra y los métodos de tres grandes personalidades de la. generación anterior a la suya: Menéndez Pidal, Gómez Moreno y, Julio de Urquijo. Después del Instituto Escuela de Madrid, Vallejo enseñó desde 1930 en la universidad de Sevilla, como he dicho, no sin alternar su docencia del latín en España con los cursos, en centros universitarios del mundo anglosajón, y alguna temporada de estudios en países de habla alemana.

Vallejo fue también mi maestro y el de otros varios latinistas y helenistas españoles que empezaron a cultivar esas disciplinas entre los años treinta y el final de los cincuenta. Publicó relativamente poco para lo mucho que había estudiado: unas seis o siete docenas de trabajos de investigación, según se incluyan o no entre sus estudios personales, los extensos comentarios críticos a que era tan aficionado y en los que, discutiendo con los autores, vertía ideas originales y un nutrido haz de brillantes sugerencias. Pero esos trabajos se aducen y se discuten todavía en la bibliografía internacional. Fue siempre también un entrañable amigo de sus amigos, entre los que, como alumno primero y como colega después, tuve el honor de contarme. Pienso en Gonzalo Menéndez Pidal, en José Rey, en Miguel Herrero García, Eugenio Asensio, Luis Oitiz Muñoz, José Manuel y Jesús Pabón, Abelardo Moralejo, Eulogio Varela, Federico Navarro, Álvaro d'Ors, Michelena, Manuel Fernández-Galiano, Diego Angulo, etcétera.

Vallejo, que había perdido muy joven a sus padres y que no tuvo hijos, estaba especialmente ligado, además de a sus amigos, a la familia de Felisa, la esposa entrañable, universitaria también y meteoróloga de profesión, y a sus parientes, entre los que se contaba el poeta y dramaturgo Alejandro Casona, casado con la hermana de su mujer.

No es este el momento ni el lugar para una enumeración ni para un examen crítico de las publicaciones de Vallejo, de las que ya en su día ofreció una pormenorizada relación García Calvo. Sí es, en cambio, oportuno a los 25 años de su muerte decir unas palabras sobre la significación de su figura en la cultura de España, cuando se posee ya una perspectiva para enmarcar el recuerdo del intelectual y la obra del científico. Era un sabio sencillo y un espíritu selecto. Su ingenio, en ocasiones burlón, rayaba a veces en la mordacidad, con esa contención final tan andaluza del que nunca se permite rebasar las fronteras del buen gusto. Pero es que estaba siempre desbordado por su capacidad de ocurrencias y por su especial inclinación a ver la vida, el mundo, la realidad y la gente con un margen de ironía envolviéndose en el gesto escéptico con que la gente del Sur vela tantas veces una profunda timidez.

Vallejo se consideraba discípulo de Menéndez Pidal, prendado de su magisterio y de sus motivaciones. Unía al aire de la escuela la erudición personal del humanista, con ribetes de bibliófilo empedernido y constante. La colección de los libros de memorias, pulcramente ordenada y cuidada con esmero, constituía la parte más personal de su biblioteca, no muy nutrida, pero bien seleccionada, de estudioso y de lector infatigable. El historiador de la lengua y estudioso historicista que era Vallejo se complacía en fijar las primeras apariciones de usos lingüísticos y modos de decir castellanos, que podían datarse principalmente en los libros de memorias, en donde su aparición suele ir acompañada de alguna especie de excusa o captatio benevolentiae.

Vallejo era historicista en filología y también en su concepto del hombre, de las lenguas y de España. Era también un positivista moderno, para el que en sintaxis latina, por ejemplo, y en las otras disciplinas afines, lo que no eran hechos o datos no contaba. La investigación científica consistía para él en explicar lo que tenía una explicación plausible, y registrar, como documentos, todo lo demás.

El espíritu del pueblo

Igual que para el común de los filólogos de escuela de Pidal, para Vallejo la lengua era algo así como la proyección y la forma del espíritu de un pueblo: la forma, en el sentido humboldtiano, entendida como uno de los moldes, o el principal de ellos, en que se había plasmado el ser y el estilo de una nación o de toda una cultura. Por eso, en busca del Volksgeist español seguía con atención la cronología y la geografía de las andanzas cartaginesas en la península, y la protohistoria ibérica y celtibérica, que, al igual que lo vasco, antiguo, medieval y moderno, habían conformado, junto con la romanidad, la realidad espiritual y social de España.

El mensaje de Vallejo sería más o menos el siguiente. Hijos de nuestra tierra y de nuestra propia cultura, vivimos enmarcados por nuestra geografía y llevamos en lo más profundo de nuestro espíritu la huella de una lengua que tiene un "genio" propio, con todas las exigencias que eso implica, y que posee una historia que resulta inseparable de sus mismas realizaciones. Una lengua que, antes de existir como tal, había sido latín. Y del latín, lengua, y de su literatura, procedía y procede el torso que constituye la estructura de las culturas peninsulares. Quizá por eso Vallejo se interesaba tanto por la proyección de la cultura latina sobre la española, hasta el punto de que una de las obras que dejó esbozadas, y la que más le hubiera gustado concluir, era la bibliografía de los traductores españoles de los clásicos antiguos en la cultura española, hasta que la literatura nacional, ya en plena edad moderna, empezó a alimentarse con sus propias creaciones.

Pero el latín y la cultura romana, de que procede por derecho la de España, no se establecieron en la antigüedad sobre un desierto. En la Península Ibérica había, antes de la colonización romana, algunas lenguas que eran vehículos de comunicación y de creación de cultura, y que entre los vascos, por ejemplo, se han conservado hasta hoy. De ahí el interés de Vallejo por lo ibérico y lo celtibérico, y por la lingüística euskera. La amistad con Urquijo y algunos estudios toponímicos son las pruebas de esto último, así como su decidida asistencia a Michelena, en quien había descubierto los valores que hoy le reconocen todos los especialistas.

Yo diría que la visión que tenía el maestro Vallejo de la lengua y de la vida de España era históricosociológica, si se me permite definirla con una palabra que él hubiera rechazado. Vallejo más bien hubiera dicho que él veía la lengua -latina, ibérica, vasca, griega o castellana-, la vida y España, sencillamente como son, que es también como aparecen a la vista del que las estudia en serio.

En lo que concierne a las ciencias del lenguaje, Vallejo, sin merma de sus profundas convicciones historicistas, estudiaba con interés rayano en la avidez todas las innovaciones doctrinales y metodológicas de que tenía noticia, aunque no se dejara casi nunca convencer por ellas. Naturalmente, ya en su juventud, había leído el Curso de Saussure, pero sin creérselo del todo. Prefería los historiadores y los sociólogos del lenguaje, aunque nunca se le oyera emplear este último término, tan poco de su gusto, por la falta de rigor a que conduce como una pendiente resbaladiza. Sus autores de cabecera eran entre los principales lingüistas y filólogos de estas escuelas de la primera mitad del siglo XX. Pero seguía a todos los lingüistas e historiadores del mundo grecorromano. Yo he tenido en mis manos los primeros libros de Trubetzkoi y de Schrijnen, leídos por Vallejo al tiempo de su aparición, con las notas marginales de quien los había estudiado atentamente.

Uno de los papeles que conservo con especial admiración son unos breves apuntes manuscritos de 1958 sobre las Estructuras sintácticas, el primero de los libros del creador del generativismo Noam Chomsky, publicado el año anterior en La Haya. Pocos españoles lo habían conocido tan pronto. Vallejo seguía todo lo que tenía que ver con la sintaxis en general y en particular con el latín clásico, tardío y medieval, con la España antigua, con el mundo ibérico (de aquí el Vallejo interesado por las inscripciones de las monedas y la localización de las cecas prerromanas de la península)y lo vasco.

Pero la deuda de los filólogos clásicos españoles con el maestro ,desaparecido hace ahora 25 años tiene otras dos vertientes: la revista Emérita y la biblioteca del Instituto Nebrija o del Consejo, que son la impecable continuación de la labor que el Centro de Estudios Históricos había iniciado en el campo de la filología clásica en 1933. Gracias a la presencia y a la dedicación de Vallejo, la tarea se prosiguió, sin que la guerra civil significara más ruptura que la ausencia de España de algún exiliado eminente. Él lo hizo todo o casi todo durante 20 años, desde el mismo 1939, con la ayuda de los jóvenes de entonces, como Tovar, D'Ors, Fernández Galiano, Magariños muy pronto y, algo más tarde, de los que vinimos después.

Los azares de la vida determinaron que entre los discípulos de Vallejo fuera yo el que más cerca estuvo de su amistad y sus confidencias durante los últimos años de su vida, y que ahora me haya tocado desempeñar la presidencia de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, cuando se cumplen 25 años de la muerte del que fue mi maestro. Recuerdo que mis primeras clases universitarias fueron como ayudante de Vallejo, en su propia cátedra, leyendo y traduciendo a Catulo por indicación suya. Hay un bello poema que el vate de Verona dedica a la muerte de su hermano, al visitar su tumba al retorno a la patria, tras haber recorrido muchas tierras y surcado mares. Yo cerraría esta evocación del maestro haciendo mías las palabras y el espíritu con que el poeta acudía a su hermano a ofrecer un homenaje póstumo y dirigir a sus mudas cenizas una voz que no espera respuesta, y que, en nombre de los que fuimos sus discípulos y de los que lo son nuestros, consiste en decir sencillamente: bene magistrum, ave atque vale.

Antonio Fontán es catedrático de Filología Latina en la Universidad Complutense y presidente de la Sociedad Española de Estudios Clásicos.”



lunes, 11 de junio de 2012

“Lentas filas de los panteones”: de nuevo sobre el latín de Borges


La a menudo insospechada relación que mantiene la lengua latina con algunos autores modernos no deja de deparar gratas sorpresas. Ya he comentado en alguna ocasión que ando investigando sobre la lectura que Borges llevó a cabo de la primera égloga de Virgilio desde sus tiempos de adolescencia en Ginebra. Sobre ello hablaré en un congreso de literatura comparada que se celebrará, D.M., en la Universidad de Salamanca a mediados de septiembre de 2012. Hoy voy a centrarme en una hermosa huella de esta lectura, precisamente dentro de una obra juvenil: Fervor de Buenos Aires. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Hay en Fervor de Buenos Aires un hermoso poema dedicado, precisamente, al bello cementerio bonaerense de La Recoleta. En cierto momento, podemos leer estos versos:

“nos demoramos y bajamos la voz
entre las lentas filas de los panteones”

(“La Recoleta”, vv. 3-4)

¿Cómo pueden ser “lentas” las filas de los panteones, si éstos no se mueven de su sitio? El adjetivo “lento” aparece aquí configurando una desafiante imagen que nos obliga a pensar. “Lento” es un adjetivo que en latín plantea una curiosa polisemia. Su sentido primigenio parece ser “flexible”, y esto nos invita a pensar, sobre todo, en árboles como los cipreses o los tilos cuando se mecen al viento. Es justamente de ese carácter flexible del que nos habla Virgilio en su primera égloga (Quantum lenta solent inter viburna cupressi), un verso que Vicente Cristóbal traduce como “cuanto se eleva el ciprés superando a flexibles viburnos”. Este es un verso al que luego Borges recurrirá al final de su vida, cuando escriba el cuento titulado “Las hojas del ciprés”, en Los conjurados. Volviendo a los dos versos de “La Recoleta”, cabría pensar, con cierta lógica, que el uso de “lentas” responde, más bien, a las personas que realizan la acción de “demorarse”, pero que impropiamente se ha aplicado a los inmóviles panteones. Podría ser, pero cabe una posibilidad más audaz. De alguna forma, cuando pensamos en un cementerio pensamos en los cipreses, que en estos versos no se nombran. El recuerdo del verso de Virgilio, de los virburnos meciéndose a la sombra de los cipreses, nos devuelve el significado latino de “lento” como “flexible”. Creo, en definitiva, que estos versos de Borges no se pueden entender sin la imagen virgiliana. Al igual que en la poesía barroca, estamos ante un español que en realidad es latín. FRANCISCO GARCÍA JURADO