sábado, 9 de julio de 2011

Procesión en el templo dorado (viaje sentimental)

Me cuesta creer, en especial cuando me encuentro dentro del viaje, que pueda estar en un lugar realmente remoto donde el turismo apenas ha irrumpido. Pero esta circunstancia era cierta cuando llegamos al Templo Dorado de los sijs, conocido como Harmandir Sahib, muy cercano a la frontera con Pakistán. Está situado, como un oasis, en la fea ciudad de Amritsar, dentro de un estado de mítico nombre: el Panyab. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
El moderno y alto hotel donde nos alojamos, situado un tanto a las afueras, marca un curioso contrapunto de modernidad en una ciudad que, como casi todas las que hemos conocido en la India, es caótica y sucia. A Amritsar llegamos en tren desde Delhi, tras un viaje de varias horas recorriendo curiosos paisajes. Es la ciudad donde está el templo más sagrado de los sijs, cuya religión fue fundada para diferenciarse tanto de los hindúes como de los musulmanes, y quienes conservan un tanto su impronta de guerreros. En un principio, la ciudad, sucia y atestada por el tráfico, no invitaba a pensar en el precioso lugar donde está el famoso templo dorado. Aquello tiene algo de Vaticano y de Meca, al mismo tiempo. Los sijs deben peregrinar allí al menos una vez en su vida. Antes de acceder al gran recinto, donde destaca el templo en el centro de un lago, debemos descalzarnos por completo. Todavía guardo cierta sensación desagradable, pues el lugar donde se entregan los zapatos y calcetines recuerda a aquellos viejos gimnasios o vestuarios de piscina. Después hay que andar un trecho entre tiendas y ruido hasta la puerta del recinto, donde debemos introducir los pies en una pequeña piscina para, finalmente, poder pisar el suelo de mármol del templo, que limpian constantemente con una solución de agua y leche. Si los pies deben estar desnudos, la cabeza, sin embargo, debe ir cubierta, tanto en lo que respecta a los hombres como a las mujeres. De hecho, los sijs se caracterizan, además de por sus prominentes barbas, por sus descomunales turbantes, donde recogen el pelo. Todo esto supone el pequeño precio que hay que pagar para poder pasear por el interior del recinto. Desde unos altavoces se recitan cantos que, como después pudimos saber, son la lectura del libro sagrado de los sijs, libro que pasa el día dentro del templo dorado y después es devuelto, ya al anochecer, a su lecho. Me llamó la atención este culto al libro, a falta de otro tipo de imágenes sagradas, y la populosa procesión que se conforma cuando lo sacan del templo dorado para devolverlo al lugar donde pernocta. Como turistas, los asistentes al templo nos miran con mucha curiosidad. A menudo se acercan a nosotros y hablan, e incluso nos hacemos fotografías. Muchos de ellos también vienen de lugares lejanos, aunque sean sijs. Al anochecer, finalmente, pudimos asistir a la procesión. Un sij procedente de Londres, amabilísimo, nos explicó algunos pormenores relativos a la lectura del libro sagrado y a la procesión posterior. Finalmente pudimos ver salir el libro casi a la puerta del templo, en el centro del lago, durante una noche de verano calurosa e inolvidable, con la cabeza cubierta y los pies descalzos. A menudo la lejania y lo remoto dependen tan sólo de nuestras ganas de acercarnos a lo desconocido. FRANCISCO GARCÍA JURADO

martes, 5 de julio de 2011

Arco iris en Tiananmen (viaje sentimental)

Pocas plazas del mundo tienen una fuerza icónica como la gigantesca Tiananmen, en la ciudad de Beijing. Todavía vemos los tanques que terminaron con las revueltas estudiantiles a finales de los años ochenta del siglo pasado. Para nosotros, sin embargo, esta plaza está asociada a un precioso arco iris que vino a poner fin a una embarazosa lluvia torrencial que nos sorprendió justo en medio de la plaza. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
Como es de rigor, casi obligado, los turistas que visitan Beijing tienen que pasar por el llamado Mercado de la seda, un feo edificio moderno al que, casi como si de un favor se tratase, los simpáticos guías chinos nos llevan tras visitar, por ejemplo, el bello Palacio de verano. María José y yo no somos en este sentido turistas al uso. No solemos comprar ni ropa ni bolsos ni esas cosas que vuelven loca a la mayoría de las personas. Nuestras búsquedas tienen más que ver con pinturas de paisajes chinos, antiguos libros de seda, artículos de papelería china, o pequeños libros rojos de Mao, a ser posible escritos en lengua originaria. Así que, una vez descargaron a nuestro grupo en el citado mercado, decidimos pasear por Beijing al fin solos, en dirección a la plaza de Tiananmen. Es una verdadera pasión la que sentimos por pasear por las ciudades (estamos a punto de crear el movimiento internacional “CPP”, es decir, “Ciudades Para Pasear”, algo que no es tan fácil de practicar en el tercer mundo, donde la gente que anda lo hace porque no tiene más remedio, no porque desee pasear, que es un lujo). Mientras descendíamos por una gran avenida recordé dos cosas: mis paseos cuando era adolescente por la madrileña Castellana, Recoletos y Paseo del Prado y, en segundo lugar, un cuadro de Giorgione, precisamente el titulado “La tempestad”. En este misterioso cuadro un hombre mira a un mujer que amamanta a un niño. Lo más hermoso de la pintura es la captación del instante, de esas típicas tardes de verano antes de que comience una gran tormenta. Sí, el cielo de Beijing, tan gris, tan contaminado, tan agobiante, se estaba volviendo un revoltijo de nubes entretejidas y amenazantes. Confundí sin querer lo que uno desea (que no llueva), con lo que puede ocurrir (que diluvie) y le dije a María José que podíamos seguir nuestro paseo sin problemas hasta la gran plaza. Al comienzo fueron unas pocas gotas, lo que nos dio fuerzas para adentrarnos por la zona central de la plaza, ya cerca del mausoleo de Mao. Sin embargo, cuando estábamos ya a una trágica equidistancia de todo aquello que pudiera cubrirnos comenzó a caer una de las lluvias más salvajes que he visto en mi vida. No tardamos en estar calados hasta los huesos, mochilas incluidas, y a pesar de intentar llegar a un refugio no pudimos evitar ponernos como verdaderas sopas. El aspecto cómico lo aportaron los vendedores chinos, omnipresentes, que surgieron de la nada a vendernos paraguas cuando ya la lluvia amainaba y no nos hacía falta alguna protegernos. No había nada que proteger, desgraciadamente. Fue entonces cuando pudimos ver la luz más impresionante que jamás llegaríamos a ver en Beijing, una luz propia de los cuadros de Canaletto, dorada y limpia, que vino a coronarse con un arco iris verdaderamente reconciliador. Teníamos los pies mojados e hicimos, como tras un ataque militar, una comprobación de las bajas causadas. Afortunadamente las cámaras de fotos habían resistido el diluvio. Había sido, al fin y al cabo, una experiencia hermosa, casi un alivio, tras dos días de calor propio de un invernadero alimentado por calderas sucias. Después tras vagabundear un poco por la plaza, terminamos, como cualquier turista, en una tienda de regalos. El poco dinero que llevaba estaba mojado y era insuficiente para comprar algunas pulseras verdes de jade (o sucedáneo). Saqué la tarjeta Visa y los chinos de la tienda se exaltaron ante el asomo del dinero electrónico (“¡güisa, güisa! ¡look alound! ¡look alound”, decían casi gritando a coro a fin de exprimir en lo posible la tarjeta de aquel pobre turista empapado). Ante tanta injusticia, ante el peso implacable de la Historia y las dictaduras, he logrado poner en mi recuerdo de Tiananmen esta anécdota hermosa y, cuando menos, refrescante. FRANCISCO GARCÍA JURADO