miércoles, 15 de junio de 2011

LA PARADÓJICA TUMBA DE MONTAIGNE

El visitante desprevenido que llegue al Museo de Aquitania, en Burdeos, quizá se sorprenda ante la presencia de una tumba ilustre que se puede encontrar en las salas dedicadas al siglo XVI. Se trata, nada menos, que de la tumba de Michel de Montaigne, vestido de caballero para su encuentro con la eternidad. ¿Por qué la tumba de tan insigne escritor ha pasado a convertirse en pieza de museo? En realidad, porque el mundo, al menos parte del mundo que él conoció, se ha ido volviendo laico al cabo de los siglos, tras su muerte. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE (FOTOGRAFÍA DE MARÍA JOSÉ BARRIOS CASTRO)
Cuando en 1592 fallece Montaigne, alguien de su familia encarga que se le haga una tumba digna de un gran señor. Así es como vemos, inusitadamente a Montaigne, vestido con armadura, y tan lejano a la impronta que nos dejan otras estatuas suyas, como la de París o Burdeos. El destino de la tumba va a ser el convento de Feuillants, en la ciudad de Burdeos. La gloria del enterrado ha sido, por lo que parece, más indeleble que la del convento que lo acogió, ya que a finales del siglo XIX terminó constuyéndose sobre su ruinas la Facultad de Letras y Ciencias de Burdeos. Montaigne vio entonces cómo su eterno descanso quedaba convertido en un constante trasiego de jóvenes estudiantes que no eran capaces de reconocer en aquel rancio caballero yacente al autor de los Ensayos. Como el destino nunca se cansa de gastarnos sus bromas, la Facultad pasó a ser con el tiempo el Museo de Arqueología, ahora Museo de Aquitania, donde los estudiantes se han trocado por los visitantes escolares y los turistas. Hoy día podemos encontrarnos con la tumba de Montaigne en las salas dedicadas al Burdeos del siglo XVI, donde, si bien ha perdido la dignidad del enterramiento religioso, ha ganado al menos la posibilidad de quedar situado correctamente en un tiempo y un espacio que el mundo laico del siglo XIX convirtió en eso que friamente llamanos historia. FRANCISCO GARCÍA JURADO

lunes, 13 de junio de 2011

Esquilo en las cartas de Menéndez Pelayo y Valera

Varios autores griegos aparecen como posibles proyectos de traducción en los epistolarios de Juan Valera, en especial Homero, Hesíodo y Esquilo. No se trata de meros autores, ni tan siquiera de una selección personal. Estos autores representan parate del imaginio romántico de la literatura clásica. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
Sabemos que una de las características que definen a Juan Valera es su pasión "amateur" por el mundo clásico y, muy en especial, por las letras griegas, como podemos ver no sólo en su obra literaria, sino también en su epistolario. Es allí, precisamente, donde encontramos datos imprescindibles para el conocimiento de sus proyectos de traducción que normalmente quedaron en meros proyectos. El estudio de las alusiones a la literatura clásica en estos epistolarios es un buen exponente de las inquietudes estéticas de su época, por sorprendente que pudiera parecer. El fenómeno tiene carácter internacional, como también voy a mostrar al final de esta breve exposición. Es, sobre todo, en sus cartas a Menéndez Pelayo donde la traducción de textos griegos se convierte en un motivo recurrente, centrado, sobre todo, en torno a Esquilo, aunque no por ello dejan de mencionarse otros autores griegos tan señeros como Homero o Hesíodo.
En particular, el proyecto en buena medida frustrado de traducir a Esquilo supone un episodio curioso y notable que da buena cuenta de cómo fue su relación con Menéndez Pelayo. El mencionado episodio se prolonga durante cinco años en las cartas de los dos amigos, desde julio de 1878 hasta 1883. Coincidiendo con la celebración de las oposiciones a cátedra de Menéndez Pelayo, en las que Valera terminará formando parte del tribunal, éste propone en una importante carta donde acaban decantándose por la traducción de autores clásicos que comiencen traduciendo dos tragedias de Esquilo:

"Los clásicos -poetas sobre todo- aun no están traducidos en castellano. Traduzcamos, pues, uno. Por mal que lo hagamos -y perdone usted la inmodestia de mi parte-, haremos algo que ni siquiera se soñó jamás en España. Traduzcamos en verso las tragedias de Esquilo. Empecemos por Los Persas y el Prometeo. Elija usted entre las dos, y yo me quedo con la otra" (Carta de Valera a Menéndez Pelayo del 8 de julio de 1878)

Al cabo del tiempo, sólo Menéndez Pelayo tenia dos tragedias taducidas, y a pesar de los buenos propósitos de Valera, éste jamás llegó a traducir nada notable:

"Usted tiene ya traducidos el Prometeo y Los Siete sobre Tebas. Traduzca usted también Las Suplicantes. Si usted no le repugna, haré yo la trilogía, y Los Persas nos los reservamos para hechos entre los dos" (Carta de Valera a Menéndez Pelayo del 10 de octubre de 1879)

La elección de Esquilo respondió a lo que podemos llamar, sin ambages, una moda romántica. El Prometeo de Esquilo estaba, de hecho, completamente ligado al imaginario romantico. Recordemos que P.B. Shelley traduce el Prometeo para Lord Byron, y que en Norteamérica el transcendentalista H.D. Thoureau había elegido, curiosamente, las dos mismas tragedias que tradujo M. Pelayo: Los siete contra Tebas y Prometeo. Esta casualidad responde, por así decirlo, a una causalidad más profunda, dado que viene motivada por una corriente estética común. Esquilo, con su carácter de tragediógrafó arcaico, alimenta, como Homero, la imaginación romántica. Cabe, simplemente, lamentar que no podamos contar con esta traducción conjunta de Valera y Menéndez Pelayo que hoy sería seguramente una joya para buenos lectores y bibliófilos. FRANCISCO GARCÍA JURADO