miércoles, 16 de junio de 2010

LA PUERIL PASIÓN, SEGÚN PLINIO


C. Plinio á su amigo Augurino. Salud.
"He pasado estos últimos días leyendo y escribiendo con tranquilidad suma. "¿Cómo has podido hacerlo en Roma?", preguntarás. Era la época de los espectáculos del circo, que no me atraen en lo más mínimo, porque no encuentro en ellos nada nuevo, nada variado, nada que no baste haberlo visto una vez. Admírame por extraordinario modo que tantos millares de hombres tengan la pueril pasión de ver de tiempo en tiempo caballos que corren y aurigas guiando carros. Y si se complaciesen con la velocidad de los caballos ó destreza de los conductores, aún habría alguna razón. Pero hoy no se fijan más que en el color del traje de los que luchan; y solamente se mira, solamente apasiona este color. Si en medio de una carrera ó de un combate, se hiciese pasar á un lado el mismo color que hay en el otro, en el acto se vería que su atención y votos seguían á aquel color, y abandonaban los hombres y caballos que conocían de lejos y á los que la amaban por sus nombres. Tanta gracia, tanta influencia tiene una vil túnica, y no diré sobre el populacho, más vil todavía que la túnica, sino hasta en hombres graves. Cuando pienso que no se cansan de ver con el mismo gusto y asiduidad cosas tan vanas y frías y que con tanta frecuencia se repiten, encuentro secreto placer en no ser sensible á tales bagatelas, y con gusto dedico á las bellas letras un tiempo que los demás pierden en frívolas ocupaciones. Adiós."

Plinio el Joven, libro IX, carta VIII trad. de D. Francisco de Barreda

domingo, 13 de junio de 2010

ALEJANDRO MAGNO EN VERSIÓN ROMANA: QUINTO CURCIO


Fascinado por el inmortal personaje, Quinto Curcio narró una gran historia moral sobre Alejandro Magno. Nos contó, sobre todo, cómo sus virtudes cedieron ante el imparable éxito de las conquistas. Creo que se trata de una buena enseñanza para todos, en especial para quienes se vuelven soberbios e irreconocibles ante el éxito imparable. Publicado por FRANCISCO GARCÍA JURADO, HLGE

Estamos ante un gran enigma, pues bien poco sabemos sobre el historiador y rétor Quinto Curcio (posiblemente apodado Rufo). Lo único que sabemos a ciencia cierta es que escribió un libro singular en la literatura latina, dado su novedoso interés por un asunto histórico ajeno a Roma. No contamos con datos externos fiables sobre la persona de Curcio, y no hay tampoco acuerdo con respecto a la época en que vivió. Es más, la falta de referencias sobre su propia obra durante la Antigüedad hizo pensar a algunos que pudiera tratarse de un falso autor clásico inventado en tiempos medievales. Hoy día, las dos hipótesis más plausibles sobre su vida lo sitúan bien como autor contemporáneo del emperador Claudio, bien de Vespasiano. En todo caso, su estilo retorizante y su gusto por lo prolijo invitan a colocarlo dentro de la llamada Edad de Plata de la literatura latina, una etapa que reacciona con respecto al clasicismo de la literatura escrita durante la época de Augusto. Al igual que hiciera en otra época el historiador Pompeyo Trogo con sus Historias Filípicas, Curcio eligió un tema griego, la gran historia de las hazañas de Alejandro Magno. A su relato histórico confirió, ante todo, una finalidad moralizante que no pasó después desapercibida durante los siglos en que Curcio fue leído en las escuelas. Es verdad que hay muchos autores latinos que recurren a la figura de Alejandro para señalar aspectos variados de su persona, como su carácter excepcional, su gloria fugaz o sus vicios. Sin embargo, estos autores, como Cicerón o Tito Livio, no acuden a Alejandro más que como referencia puntual, buscando, ante todo, la comparación o el ejemplo para algún asunto dado. Todo ello contrasta claramente con el extenso tratamiento que dio Quinto Curcio al personaje. Su obra, titulada en latín De rebus gestis Alexandri Magni, es decir, “Sobre las cosas llevadas a cabo por Alejandro Magno”, se dividía en diez libros. Desgraciadamente se han perdido los dos primeros, además de otras lagunas que interrumpen el interesante relato. De esta forma, la narración conservada comienza con los hechos acaecidos en la primavera del año 333 a.C., transcurrido ya un año de campaña militar. Alejandro se encuentra en Asia Menor, donde toma la ciudad de Celenas y entra luego en Gordio, lugar del famoso episodio del nudo gordiano. Aquí, precisamente, se guardaba un legendario carro que, por lo que se contaba, había transportado a Gordio, un campesino que llegó a reinar por cumplimiento de un oráculo según el cual el primero en entrar con su carro en el templo de Júpiter sería nombrado rey. Era, además, tradición que aquel que consiguiera desatar el inmenso nudo que amarraba el yugo al carro llegaría a ser el dueño de Asia. Alejandro, temerario y atrevido, aceptó el reto. Al verse incapaz de desentrañar aquella maraña, decidió propinarle diversos cortes con su espada, pues, según él, lo importante era deshacer el nudo, y no el medio que se emplease para tal fin. He aquí la primera pintura moral del ingenio y la arrogancia de Alejandro, que ha inspirado tantas bellas obras plásticas y musicales (por ejemplo, la música incidental que lleva por título “The Gordian knot untied”, de Henry Purcell). La presencia de Darío, el rey de los persas, si bien no recibe la atención de que goza Alejandro en el relato, no deja de ser un interesante contrapunto a la figura del caudillo griego. Este personaje se convierte en la primera víctima del desgraciado destino en su constante retirada ante las tropas de Alejandro. No faltan en la narración rasgos humanos y patéticos del rey, como el momento en que se entera de que su mujer, cautiva en el campamento de Alejandro, ha muerto, quizá para evitar ser mancillada. Curcio, hábil urdidor de diálogos y discursos, recrea de la siguiente manera las palabras del desgraciado rey y nos ofrece, al mismo tiempo, su punto de vista (4, 10, 29): “¿En qué te he ofendido, Alejandro, o qué agravio he ocasionado a los tuyos para que tomes de mí tan cruel venganza? Tú me aborreces, tú me persigues sin haberte dado la menor causa para ello.” Cabe destacar, asimismo, el carácter novelesco y marcadamente retórico de la narración de Curcio. Los datos legendarios y hasta fantásticos que aparecen en su libro no son, sin embargo, obra suya, sino de las fuentes griegas que utiliza. El mismo Curcio reconoce algunas veces que cuenta lo que la tradición ha transmitido, no lo que él considera personalmente, como cuando nos refiere el estado incorrupto del cuerpo de Alejandro al cabo de seis días de haber fallecido. A pesar de que Menéndez Pelayo vio en la obra de Curcio una historia novelada, pero no una novela histórica, el libro recuerda a menudo este género de obras, o al menos hoy se podría leer perfectamente como una de ellas. Se pueden encontrar, cuanto menos, espléndidos esbozos de novela de amor y de aventura, además del componente viajero y geográfico que tanto ha interesado a lo largo de los siglos a los lectores curiosos. Las descripciones del paisaje y de las costumbres asiáticas estimulan la imaginación de cualquier buen lector. Se dice que la obra de Curcio presta más atención a lo verosímil que a lo propiamente histórico. No faltan, de hecho, en la novela aspectos maravillosos. Toda esta riqueza narrativa está encaminada a dar cuenta de la paulatina transformación moral y humana de Alejandro, que es lo que sostiene realmente el pulso narrativo de la obra. Esta narración muestra la pugna constante entre la grandeza innata del personaje y la paulatina degeneración que acarrean sus victorias asiáticas. Asia y su molicie constituyen el perfecto escenario para la degradación del personaje (recordemos, más recientemente, el retrato dinámico, entre admirativo y crítico, que ha hecho de Alejandro el cineasta Oliver Stone con el asesoramiento del historiador oxoniense Robin Lane Fox). El episodio de la disputa entre Alejandro y su compañero Clito, en el libro VIII, es un buen ejemplo para ilustrar la creciente cólera de un Alejandro cada vez más cruel. Ante las justificadas críticas de aquél, Alejandro no será capaz de contener su ira y terminará matando a quien le ha acompañado a lo largo de tantos avatares. Curcio sabe mostrar la grandeza del personaje, como cuando llora con la mujer de Darío la supuesta muerte de su esposo, pero no esconde tampoco su vileza. La fortuna de la obra de Curcio ha sido ciertamente tardía. Comienza a partir del llamado Renacimiento Carolingio, entre los siglos X y XI, que es cuando aparecen los primeros manuscritos de la obra. A finales del siglo XII su influencia se deja notar en la Alexandreis de Gualtiero de Châtillon. Hasta el Renacimiento no volverá a ser objeto de atención por parte de los eruditos, como Pier Candido Decembrio, que la traduce al italiano. Su presencia como libro escolar fue notable hasta el siglo XVIII. Hoy día, podemos decir que la obra de Curcio es una de los libros latinos cuya calidad literaria mejor puede ser entendida por la sensibilidad de un lector moderno. FRANCISCO GARCÍA JURADO. UCM