viernes, 19 de marzo de 2010

DOS POETAS MODERNOS QUE LEEN A HOMERO


Me llamó la atención hace ya tiempo un aspecto común que encontré en dos impresionantes poemas del siglo XX: la lectura noctura de Homero en Ossip Mandelstam y Eugenio de Andrade. Lectura como revelación y catarsis. Por Francisco García Jurado.
Este texto está dedicado a un lector que ahora busca a Homero en Mandelstam. Él sabe bien quién es.
Algunos poemas quedan en nuestra experiencia lectora prendidos mucho más allá del momento en que los leímos. Es posible que no los recordemos tal cual eran, hasta cabe la posibilidad de que se transformen en meras impresiones, despojados incluso de sus palabras, pero perviven en nuestra conciencia y se convierten en parte de nosotros. Esto me ocurrió con los poemas donde el poeta ruso (de origen polaco) Mandelstam y el portugués Andrade narran cómo leyeron durante la noche ciertos pasajes de la Ilíada. El primero lo hace con el catálogo de las naves, y el segundo con el episodio donde Príamo va a suplicar a Aquiles que le devuelva los restos de su hijo Héctor. Ambos poemas conllevan implícita no tanto la realidad textual de la Ilíada como la impresión que ésta ha dejado en la conciencia de ambos poetas modernos. No sé si alguien ya habrá caído en la cuenta de esta coincidencia que, por lo demás, no deja de ser esperable en poetas de la talla de los que comentamos. Que grandes poetas sean lectores de Homero no debería ser una circunstancia, sino casi una condición sin la cual no se puede ser poeta. Pero vayamos a la lectura conjunta de ambos poemas. Mándeltam comienza así en la traducción de Jesús García Gabaldón:

Insomnio. Homero, Izadas velas.
Leí la lista de las naves hasta la mitad:
alargadas larvas, el vuelo de las grullas,
que un día se alzaron sobre Hélade.

Como cría de grulla en tierra extraña
se esparce la espuma divina sobre la cabeza de los zares.
¿Hacia dónde navegáis? ¿Y quién , sino Helena
a Troya os llama, guerreros aqueos?

El mar y Homero, todo lo mueve el amor.
¿A quién he de escuchar? Homero calla,
y el negro mar, elocuente, rumorea
y con grave fragor se acerca a mi cama.

Eugenio de Andrade escribe "A la sombra de Homero", que reproduzco en versión de Martín López-Vega:

Es mortal este agosto; su ardor
sube los escalones todos de la noche,
no me deja dormir.
Abro el libro siempre a mano en la súplica
de Príamo. Pero cuando
el impetuoso Aquiles ordena al viejo
rey que no le atormente más
el corazón, dejo de leer.
La mañana tardaba. ¿Cómo dormir
a la sombra atormentada
de un anciano en el umbral de la muerte?,
¿o con las lágrimas de Aquiles
en el alma, por el amigo
a quien acabo de enterrar?
¿Cómo dormir a las puertas de la vejez
con ese peso sobre el corazón?

Más allá de la lectura comùn de Homero, hay ciertas circunstancias comunes que sorprenden; una lectura que se interrumpe y que viene motivada por el insomnio. En ambos casos, los poetas son conscientes tanto de la transcendencia como de la actualidad de lo que leen. En un poema hay un negro mar que se acerca a la cama, en el otro la sombra atormentada de un anciano. Los estilos de cada poeta son bien diferentes, ácaso las circunstancias vitales e históricas en que cada uno escribe su poema concreto, pero Homero los une, y así se configura una relación entre tres poetas cuyos versos se mezclan. Lo que más me impresiona es la representación del hecho de la lectura. Podemos ver a ambos poetas leyendo durante la noche la Iliada. Yo también he leído estos poemas y he escrito este texto movido por la necesidad de contarlo y en la noche oscura.

Francisco García Jurado
H.L.G.E.

jueves, 18 de marzo de 2010

INTERPRETAR, IR MÁS ALLÁ DE LOS MEROS DATOS POSITIVOS


Poco a poco voy perfilando una historia no académica de la literatura basada, fundamentalmente, en cuatro mitos: el mito del autor, el mito (o superstición) del texto, el mito de la crítica y, finalmente, el mito de la lectura y la relectura. Poco a poco iré desgranando estos aspectos, dentro una irrepetible aventura vital. Por Francisco García Jurado.
Frente al criterio eminentemente positivista que domina buena parte de la historiografía literaria, especialmente la del siglo XIX, nuestra historia no académica se caracteriza por sus criterios intuitivos. No vamos a entrar en una polémica discusión acerca de la conveniencia de los diversos métodos, si bien no ponemos en duda que sin el positivismo la ciencia no tendría fundamentos empíricos. Es evidente que hay que partir de los datos, y que estos deben clasificarse de manera razonada. A resultas de este método, la historia de la literatura se divide por géneros, autores o periodos cronológicos. Nuestra reserva surge cuando nos hacen creer que la manera en que los manuales de historia de la literatura ofrecen los hechos es la única posible, y es, precisamente, en esa imposibilidad de concebir alternativas donde encontramos la mayor reserva. No en vano, la historia de la literatura que bulle en nuestras mentes no tiene forma de manual, como algunos podrían pensar (y cuánta culpa tiene esta creencia en el hecho de que algunos cursos de literatura terminen siendo un desastre) sino que presentan, más bien, la forma de una “antología inminente”, en palabras ya comentadas antes de Alfonso Reyes. Somos los portadores de unos textos que, una vez leídos y soñados, forman parte de nosotros. Si bien no somos sus dueños (como pretenden los partidarios más extremos de la estética de la recepción) sí somos sus transmisores y los que hacemos posible que estos textos vuelvan a la vida. La alquimia que los sentidos del texto van conformando en nuestra mente, ligados a nuestras experiencias vitales, es, en definitiva, la que va a conferir su significado más profundo y vital, al menos para nosotros. La historia no académica que proponemos ofrece de vez en cuando interesantes muestras de este método hermenéutico, como las de James Joyce, Herman Broch y Luis Goytisolo. Joyce desarrolla en el capítulo noveno su Ulises una sugerente interpretación que, partiendo de la semejanza fonética entre el personaje de Hamlet y el nombre del hijo de Shakespeare, Hamnet, lleva a uno de los personajes de Joyce a identificar a Shakespeare no tanto con Hamlet como con el espectro de su padre[1]. Por su parte, Hermann Broch indaga desde dentro de su propia circunstancia vital acerca de las razones por las que Virgilio quiso quemar su Eneida al margen de los criterios positivistas que han aportado tradicionalmente las Vitae Vergilianae, como ha estudiado el profesor Vidal[2]. Y no podemos pasar por alto la subjetiva indagación que sobre la cólera de Aquiles desarrolla un personaje de Luis Goytisolo:

“No quiero dejar de señalar, por otra parte, la enorme repercusión que tuvo en el desarrollo de mi autoanálisis el descubrimiento, en la figura de Aquiles, de un claro antecedente de mi propio caso, antecedente mejor que modelo, dado lo muy subjetivo que todo resulta en esta materia. Sobre todo si se tiene en cuenta que el mérito de tal descubrimiento -que, más aún que mi propia personalidad, explica la de Aquiles- es algo que, o mucho me equivoco, o me pertenece por entero. Que yo sepa, al menos, nadie hasta la fecha ha encarado el tema con suficiente agudeza. Me gustaría ver, si no, quién es la eminencia capaz de explicarme la reacción de Aquiles en dos momentos cruciales del asedio de Troya -el abandono de la lucha y su retorno a ella, similares en ambas ocasiones así el motivo como el resultado, a cual más aciago- sin remontarse hasta la primera infancia, sin rastrear el enmarañado panorama que allí se ofrece a nuestros ojos (...)” (Luis Goytisolo, La cólera de Aquiles [Antagonía 3], Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 236)

Se trata de una interpretación personal y muy poco filológica de la consabida cólera de Aquiles, en cuya figura se encarna uno de los personajes femeninos de su novela para tratar de ver a través de ella diferentes aspectos de su propia vida. Esta identificación lleva al personaje de Goytisolo a una apropiación de la figura de Aquiles, a quien cree comprender mucho mejor en sus reacciones psicológicas que algunas “eminencias”.
[1] José María Valverde comentaba así este peculiar capítulo en su ya mítica traducción de Joyce: “Es de notar que las teorías que Stephen dice no creer, a pesar de exponerlas brillantemente, eran tomadas bastante en serio por el propio Joyce y empiezan a serlo por algunos especialistas en Shakespeare.” (Prólogo a James Joyce, Ulises, Barcelona, Bruguera-Lumen, 1979, pp. 59-60).
[2] “Por qué Virgilio quería quemar la Eneida..., si es que quería”, publicado en HVMANITAS in honorem Antonio Fontán (Madrid, Gredos, 1992, pp. 479-484). Nos parece también muy interesante el libro Hermann Broch (1886-1951) (Madrid, Ediciones del Orto, 2001), de Berit Balzer, quien habla así del problema de dar fin a la obra: “La forma cíclica encierra en sí el peligro de desembocar en lo esotérico, y a Broch le preocupaba el problema de cómo llevar a término su novela sin caer en el misticismo. De esa disyuntiva saca la conclusión de que toda verdadera obra de arte se mueve en el precario umbral de lo mítico/místico. Virgilio, consecuente con esta idea última, quiere ver destruida su Eneida después de su muerte –como lo dispuso Kafka con algunas obra suyas-, pero el emperador Augusto quiere conservarla por el interés que ha de tener para la posteridad.” (p. 32).

FRANCISCO GARCÍA JURADO
H.L.G.E.

miércoles, 17 de marzo de 2010

FRANCISCO AYALA, BORGES Y LOS DOS PLINIOS


Conviene recordar[1] constantemente a nuestros alumnos y a nuestros amigos (a veces unos y otros terminan coincidiendo) que la literatura existe para que nuestra existencia sea algo mejor de lo que es, para que la lectura se convierta en una poderosa razón ante la vida y para que hagamos propias experiencias ajenas por medio de la alquimia que supone la narración o la evocación. Regreso así a una sensación remota, la sensación de los libros, al principio mudos, que pueblan las casas de nuestra infancia, y que terminan hablándonos, poco a poco, hasta volverse patrimonio de nuestro recuerdo, testimonio de nuestro propio paso por la tierra. Por Francisco García Jurado

Hay libros que nos acompañan fielmente en el mundo, y a menudo esto ocurre al margen de las bibliotecas. No puedo de dejar de evocar a mi abuelo, andaluz, autodidacto y anarquista, cuando leo a Francisco Ayala. Por mi abuelo, por Antonio Jurado (cordobés y infatigable lector) conocí los primeros clásicos, antiguos y modernos. Homero, Herodoto, Longo de Lesbos, Virgilio, Séneca, Horacio y, sobre todo, Lucrecio y los presocráticos. Un canon no improvisado de autores, hecho de libros que no estaban en los anaqueles vetustos, sino en los bolsillos, en las manos sabias, cinceladas a golpe de experiencia, en el amor sin fronteras por la vida y el saber. Aquella relación con los clásicos es la que vuelvo a encontrar en la prosa de Francisco Ayala. Pero esta pasión corre a veces el peligro de atenuarse. De hecho, la universidad me alejó después de ese afán vitalista y humano por tales lecturas. Allí aprendí, sobre todo, las sutiles –y no tan sutiles- formas de poder que hay en su seno. La universidad, como la política, está sobrada de una actitud que la cultura romana denominó con agudeza Potestas. Este es un viejo concepto que hoy cabría traducir con la gama léxica que va desde la palabra “poder” a la de “despotismo”. El buen ejercicio de la Potestas requeriría de una condición que cada vez es más rara en quienes la ejercen, precisamente la Auctoritas. Difícilmente puede entenderse la dimensión de este concepto si sólo lo transcribimos como “autoridad”, pues tiene que ver con nociones tan profundas como la de ofrecer garantía y confianza a los demás o servir de modelo, de inapelable ejemplo. Pues bien, en este sentido los clásicos constituyen un profundo alegato contra los usurpadores, que siempre están al acecho. En la actual república literaria, que no deja de ser una ingeniosa metáfora social y política para el mundo de los libros, sobra también mucha Potestas y falta en demasía la Autoritas. Esta es la dimensión profunda, ética, de esos clásicos que reconozco ya desde mi infancia, junto a mi abuelo, o en la prosa de Francisco Ayala. Como observa Inmaculada López, ciertas lecturas, ciertos encuentros con clásicos han recorrido la intensa vida de Ayala, sus diferentes etapas literarias, primero en España, luego en América y después, de nuevo, en el país de origen. El tiempo y mi carácter me han llevado a estudiar una forma de historia no académica en la que Inmaculada coincide conmigo o, más bien, yo coincido con ella: una relación de abierto diálogo. La relación de Ayala con ciertos clásicos es comparable a la de su admirado Jorge Luis Borges. Recuerdo ahora la lectura lúcida que Ayala hace de uno de los cuentos más logrados del autor argentino, precisamente “El Aleph”. David Viñas glosa y pondera esta lectura que Ayala hace de Borges en un impar trabajo[2]. Cabe imaginar a Ayala recorriendo las páginas de este cuento que tanto tiene de Dante, de Poe o de Schwob. Y quiero imaginar el momento irrepetible en el que Ayala llegó al descenso del narrador al paraíso-infierno del misterioso Aleph, donde cabe encontrar la razón última de todas las cosas en una enumeración caótica: “(…) vi una quinta de Androgué, un ejemplar de la primera edición inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (…)”. Como señala David Viñas, Ayala nos habla de una “erudición imaginativa” que convierte esta referencias, ciegas para los que estamos sometidos a la barbarie del presente, en imprevistos cauces de la tradición clásica y cultural. La caótica enumeración en el Aleph no me impide entresacar de ella el volumen impar de la Naturalis historia de Plinio el Viejo, el mismo que lee Funes el Memorioso cuando aprende latín en una noche y que Italo Calvino comenta con pasión en su libro titulado Por qué leer los clásicos: es el volumen VII, el que concierne a los seres humanos. Será otro Plinio, el apodado “el Joven”, quien pueble muchos de los escritos y citas de Francisco Ayala, en especial cuando nos hable sobre el ansia de fama y eternidad. No, estos clásicos no son lecturas o citas ajenas a la sustancia literaria de nuestros autores. No se lleven a engaño. Si los lectores no somos capaces ya de saber quiénes fueron tales Plinios habremos perdido una importante herramienta de comprensión, pero sobre todo habremos olvidado en el bolsillo trasero de la biblioteca una pequeña llave para saber quiénes somos en realidad. Lo mismo nos ocurrirá si no somos capaces de reconocer la importancia simbólica del laberinto minoico y su minotauro en la literatura y las artes plásticas del siglo XX. Cuando Ayala escribe su cuento “El hechizado” y lo publica en Buenos Aires en 1944 ya ha logrado convertir a Borges en su lector. Creo que todos los que escribimos hoy día bajo el mando borgesiano nos movemos en esa mezcla de vanidad y nostalgia que supone imaginar lo que el propio Borges pensaría de aquello que creamos pensando en él.
[1] Reflexiones en torno al libro de Inmaculada López Calahorro, Francisco Ayala y el mundo clásico, Granada, Ediciones Universidad de Granada, 2008.
[2] David Viñas Piquer, “Hechizado por El Aleph: Ayala, lector de Borges; Borges, lector de Ayala”, en Antonio Sánchez Trigueros y Manuel Ángel Vázquez Medel (eds.), Francisco Ayala y América, Sevilla, Alfar, 2006, pp. 39-54.

Francisco García Jurado
H.L.G.E.

domingo, 14 de marzo de 2010

LA LITERATURA O LA VIDA


El mito del autor "natural", alejado de las influencias literarias que sólo refleja la vida tal como es, no deja de ser algo parecido al anhelo de los místicos por "el canto no aprendido de los pájaros". Todos somos más que lo que puede verse a simple vista.
Por Francisco García Jurado
Las disyuntivas pretenden establecer preferencias y jerarquías que nos ayuden mejor a superar el trauma que supone elegir. Se nos clasifica como "de ciencias o de letras", de una tendencia política o de otra, y así continuamente. Como lector que soy, una de las disyuntivas que más me divierten es la que algunas personas establecen entre la literatura y la vida. La idea, básicamente, consiste en decirnos que la "vida es la vida", que la literatura es un mero sudecáneo de la primera y que perdemos el tiempo leyendo y no viviendo. El asunto es, naturalmente, viejo como la vida misma, y ofrece muchas modalidades. Entre otras, hay quien cree que sólo vale la literatura que cuenta "la vida", no esa modalidad que recrea lo leído. Lo más singular de todos estos tópicos es la obsesión por hacer incompatibles aspectos claramente complementarios. También es verdad que quien no lee con avidez y pasión no podrá comprender, por mucho que se lo cuenten, lo que esto implica, de igual manera que quienes no somos exploradores o vivimos al límite apenas podemos hacernos una idea de lo que una vida de este tipo implica. En todo caso, todas estas reflexiones me han venido a la cabeza este fin de semana al escuchar algunos comentarios relativos a la obra de Miguel Delibes. Es posible que se haya ido un escritor de los de antes, de aquellos que los niños conocíamos porque de vez en cuando aparecía en una televisión en blanco y negro, que contaba con programas culturales sosegados, programas que no pretendían hablar de libros con videoclips, sino de una manera, digamos, digna para el escritor. Delibes escribió historias humanas y aparentemente sencillas, donde aparecían temas como el de la infancia, la vejez o el campo. No había en su obra excesos o estridencias, como en otros autores, ni tampoco coqueteos experimentales. Esto podría dar a entender al respetable público que Delibes ha sido un escritor, vamos a decir, "neutro", que ha reflejado, a la manera del ideal de la Historia de Ranke, la vida como fue realmente. El caso es que cuando yo contaba dieciséis años apareció en los quioscos una colección de libros titulada "Historia universal de la litertura". Un compañero de clase me la recomendó y comencé así a adquirir, semana tras semana, volúmenes de autores que me resultaban tan desconocidos como extraordinarios. Acostumbrado como estaba a una manera décimonónica de novela, me quedé boquiabierto ante "Las olas", de Virginia Woolf, el primer tomo de "A la busca del tiempo perdido", de Proust, o las "Ficciones" de Borges. "El retrato del artista adolescente", de Joyce, me llevó luego al "Ulises", que leí con dificultad en ciertos momentos, pero cuyo monólogo final, el de Molly Bloom, me dio una nueva perspectiva sobre la relación entre literatura y pensamiento. No quisiera olvidar tampoco mencionar aquí "El sonido y la furia", de William Faulkner, que después intenté leer incluso en inglés, y donde aprendí algo sobre cómo diversos personajes pueden contar una misma historia desde perspectivas diferentes. El pequeño Benjamín, al que siempre están callando los demás personajes, es un "idiota", y en realidad, encarna aquello que dijo Shakespeare en Macbeth; "La vida no es más que un cuento contado por un imbécil, lleno de ruido y de furia". Todo esto me formó definitivamente como lector, me proporcionó lo que hoy entiendo que es una gramática literaria, y también fui entendiendo que la literatura, además de en la experiencia, se alimentaba siempre de la litertura. Así fue naciendo, a mis dieciséis años, aquello que con el tiempo sería mi propuesta de una historia no académica de la literatura antigua en las modernas y que ahora, treinta años después, sigo desarrollando como una línea de investigación. Pues bien, en aquel entonces fue cuando entreví que "Cinco horas con Mario", que habíamos leído en clase un año antes, recordaba al monólogo de Molly Bloom escrito por Joyce al final del "Ulises": qué más da que el marido esté dormido o simplemente muerto, ¿acaso no es más que un mueble inerte? Lo de "Los santos inocentes" ocurrió más tarde. Recuerdo el tomito blanco de Seix Barral que adquirí en un quiosco. Me sorprendió que los capítulos tuvieran nombre de personajes y que contaran una cruda y dura historia enfocada desde cada uno de ellos. Rápidamente pensé en la estructura narrativa de "El sonido y la furia" de Faulkner y aquello me hizo pensar, precisamente, en la grandeza de Delibes. Beber de la literatura precedente no es un demérito, como creyeron algunos románticos, sino un acto de humildad y reconocimiento que hace que la literatura sea lo que es. Italo Calvino, cuando reflexiona acerca de los clásicos, nos dice que hoy cada vez más éstos constituyen una biblioteca personal de lecturas, pero, por otra parte, se inscriben en una tradición, de manera que cuando se lee a un clásico normalmente entrevemos a otros autores. Delibes, por tanto, tiene también una lectura metaliteraria, en él se entreven a Joyce y a Faulkner, pero sin las estridencias ni las galas que otros autores han hecho a este respecto. El mito del autor "natural", alejado de las influencias literarias que sólo refleja la vida tal como es, no deja de ser algo parecido al anhelo de los místicos por "el canto no aprendido de los pájaros". Todos somos más que lo que puede verse a simple vista.

Francisco García Jurado

H.L.G.E.